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"El sistema no teme al pobre que tiene hambre. Teme al pobre que sabe pensar" Paulo Freire
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30/10/2016 08:10:36 - Sociedad

CRISIS (638)

La crisis que padecía Claudia estaba próxima a llegar a su fin, todo parecía indicarlo... Podría haber sido la mejor decisión si se tenían en cuenta los hostigamientos padecidos por esa mujer víctima de la violencia doméstica. Claudia amaneció sin haber pegado un ojo en toda la noche, sentía un nudo en el estómago y una convulsión de ideas se dibujaba en su cabecita enloquecida por tanto horror.
 

-No es a mi sola que me pasa esto, murmuraba hacia adentro como tragando las palabras e incapaz de darlas a luz.

Esta pesadilla debe terminar, la situación me superó, estoy harta de órdenes irrestrictas, debo tomar una determinación que anule esta opresión o voy a terminar loca, pensaba, agregando otra tortura a las sufridas hasta entonces.

Hacía muchos años que entre ella y su pareja se había instalado esa figura cruel que asesina al amor aunque la víctima no se de cuenta muchas veces.

No fue la suya una reacción intempestiva, la fue elaborando día a día, golpe a golpe, agravio a agravio.

César era un hombre introvertido, nadie en el barrio podía mencionarlo mal ni bien, simplemente su imagen era la de un tipo callado, reservado, que todos los días salía temprano para regresar apenas entrada la noche.

 

Impecablemente vestido, con un ataché negro balanceándose al compás de su paso tranquilo y seguro, era el evidente sostén de la casa, quien traía el pan de cada día con esfuerzo y sacrificio a juzgar de los vecinos.

Solía vérselo de la mano de Claudia algunos fines de semana. Otros, salía solo para regresar entrada la tarde.

Claudia era una mujer extraña a criterio del vecindario, una señora de su casa como suelen llamar a las mujeres que no trabajan fuera del hogar.

La sociedad siempre se tomó la atribución de colocar o retirar estatus a su antojo, con la facilidad de un juez que condena o absuelve declarando a alguien víctima o victimario.

César no le hace faltar nada, fijate que linda tienen la casita, ella es medio extraña, a veces anda con unos enormes anteojos negros aunque el día esté nublado. En cambio él anda siempre impecable- comentaban las vecinas en voz baja.

-Muchas veces  pareciera desaparecer, pueden pasar días y días que ni se ve, pobre hombre, vivir con una mujer tan rara no debe ser fácil, a veces ni las ventanas abre, agregaba otra vecina.

-Sin embargo a mi me parece una chica buena, no se mete con nadie, va del almacén o la carnicería a su casa y lo único que se le escucha decir es buenos días- comentaba una tercera en ronda de chismografía barrial.

Esa noche César regresó como siempre. Dejó el ataché sobre un sillón del living antes de preguntarle a Claudia con voz seca, imperativa -¿Qué preparaste de comer?

Claudia suspiró sin responder. Comenzó a agitarse su corazón, el nudo en el estómago parecía apretar más que nunca.

-Te hice una pregunta, siempre estúpida vos, agregaba César con la misma voz que sonaba a cachetazo en el medio del alma.

-No limpiaste los muebles, mirá el polvo que hay sobre la mesa ratona, otra vez pusiste jazmines y sabés que no tolero ese olor adentro de la casa, ¿vos me estás cargando a mí, te creés que sos muy viva? Te pregunté que hiciste de comer.

Claudia suspiró como para tomar fuerzas, clavó sobre el rostro de César sus ojos que parecieron tomar forma  de puñales.

César volvió a preguntar esa vez más agresivamente, mientras agregaba –no te me hagás la rebelde…

-¿Qué mirás con esa cara? Hace varios días que te estás haciendo la idiota.

La idea surgía como una ola devastadora, ella ya no mostraba sumisión y César poco dispuesto a tolerar esa falta de respeto.

-Por última vez te digo ¿Qué preparaste de comer? Andá sirviendo que estoy cansado.

Ella tomó fuerzas del mismísimo aire y las palabras brotaron de sus labios como dardos envenenados que dieron justo en el ego del “hombre” que no hacía faltar nada a su mujer. Ni la violencia.

-NADA, gritó Claudia, nada hoy, nada mañana, nada nunca más.

 

Fue un grito visceral lanzado desde la montaña de irrespeto soportado durante tantos años. Se sintió fuerte, fue lo más suyo que logró en tantas décadas de ofensas y maltrato.

César cargó el deseo brutal de darle vuelta la cara de un cachetazo, como hiciera tantas veces por mucho menos.

 

Claudia no bajó la mirada, ante el gesto amenazador del puño que se alzaba sólo dijo tajantemente - Ni se te ocurra…

 

 

 

Cuatro palabras, doce letras que abortaron el impulso irracional de ese hombre violento, producto del tejido social descompuesto de una sociedad enferma de atraso, de machismo, de irresponsabilidad.

 

Claudia colgó su bolso al hombro y dio el último portazo a esa cárcel dispuesta a enterrar sus angustias que parecían infinitamente enquistadas hasta una noche que cambiaría su historia definitivamente.

 

Salió a la calle, sintió el frescor de las sombras acariciando sus mejillas. Sobre ellas corrían lágrimas no se si de felicidad o de dolor. Ella no pudo contarme.

 

En el hermoso jardín de la bonita casa quedaban los jazmines, las azucenas y el verde del césped prolijamente recortado que la empujaban para que no aminorara su marcha ni volviera  la mirada hacia  atrás.

 

La puerta que un momento antes proyectara su alarido de libertad se abrió nuevamente.

Claudia siguió adelante, imperturbable, decidida.  Sólo pudo escuchar la voz de César más bestial que nunca.

 

-¿Dónde te creés que vas, perra? Gritó el hombre desde su desesperación propia del general al que la tropa no le acata su orden absurda.

 Un ruído apenas perceptible pareció salir también desde esa puerta  cuyo marco era el hermoso jardín.

 Claudia sintió algo en la espalda y siguió caminando apenas unos pasos más. De su cuerpo brotaron flores de espanto que le dieron  un adios postrero a la esperanza y a la libertad.

 Como siempre, nadie en el barrio vio nada. Un tímido título en los diarios de la mañana siguiente minimizaban una situación terrible que sigue vigente día a día, amparada por el manto del silencio.

“Crimen pasional”: un hombre enloquecido por los celos asesinó a su mujer de tres balazos.

 Muy temprano el vecindario se apostó en el frente de la casa; el murmullo que ahí nacía fue tan asesino como el autor de los disparos.

-Y si, era una mujer rara, pobre tipo que no le hacía faltar nada.

-Seguro que le fue infiel, que querés, se volvió loco el pobre.

Doña Clara agregó tan tajante como injustamente –Ay Don Antonio, hay mujeres que si no se las para de entrada… quién iba a decir que la Claudia…

Pobre César, tan trabajador él.

Don Antonio no respondió, en general se refugiaba en el silencio cuando de cuestiones barriales se trataba pero ello no impidió que el recuerdo fluyera hasta el pueblo donde había dejado su historia que casualmente, era el mismo pueblo donde naciera César.

Cuestiones laborales hicieron emigrar a don Antonio hasta una ciudad vecina, esa donde abriera sus ojos por primera vez Claudia, hija de Miguel y de Sofía, matrimonio admirable, trabajador, honesto.

La vio crecer y convertirse en mujer, fue testigo cuando el amor golpeó las puertas del corazón joven y entrelazó su brazo en el de un muchacho que arrastraba un pasado tan oscuro como repudiable.

No era un tipo común, era uno de esos para los que no se encuentra descripción ajustada a su perfil. Pendenciero, matón, prepotente, atributos exacerbados gracias a las poderosas influencias con las que contaba pero que con los años, al dejar de ser útil, se fueron alejando de él considerándolo un tipo difícil.

Eso sucedió cuando dejó de ser útil y aparecieron otros con sus mismas características.

Incapaz de asumir que su vida fue una continuidad de actos repugnantes, dejaba correr su vida con un mate en la mano. Su refugio ni bien despuntado el día y hasta que las primeras estrellas asomaran por el cielo pueblerino, era bajo la copa de un frondoso árbol, desde donde decía que veía mirar a las pibas de “culito lindo” que lo meneaban provocativamente cada vez que pasaban cerca de él.

Harto de rumiar soledad y desprecio de sus vecinos, abandonado por sus padrinos fuertes, un día conoció a Claudia. Supo de su familia y un buen pasar a fuerza de trabajo y constancia y echó su mirada de águila sobre la presa.

Enamoró a Claudia, quien no fue capaz de distinguir la bajeza moral de aquel joven de mirada profunda y  sonrisa de costado, típica mueca de los hipócritas incapaces de reír con los ojos y con el alma.

Un día decidieron unir sus vidas, ella pensando que sería para siempre, él fantaseando que esa historia duraría hasta que le diera la gana, total, las muchachas se tiraban a sus pies con un simple chasquido de sus dedos.

Se unieron la bravura de una pistola en la cintura y la inocencia de una muchacha que olía a margarita silvestre y que exhalaba amor cada vez que respiraba.

Don Antonio no podía dejar de pensar que cuando conoció ese romance se atrevió a decirle a Miguel que  no era buena persona, esa, sobre la cual Claudita  había posado sus ojos dulces.

-A mi tampoco me gusta ese tipo, Antonio, le confesó su amigo, pero ya sabés, lo peor que se puede hacer es tratar de quitarle las vendas a los ojos del amor. Mi hija está enamoradísima, jamás nos escucharía.

 Miguel falleció una noche rodeado por sus seres queridos y el amigo, antes de que la mano helada de la muerte lo rozara, apagando la luz de su mirada para siempre, pudo dirigirse a Antonio –hermano, cuídame a la familia.

Los recuerdos se agolpaban en la cabeza de Antonio, el titular del diario que anunciaba la muerte de Claudia tuvo fuerza de estocada en el alma de ese hombre entristecido.

El   susurro malicioso de los vecinos lastimaba, ensordecía –si supieran quién fue César.

Antonio se dirigió a su casa, no podía quitar de su mente los rostros de Miguel, de Sofía y de Claudia.

Tomó el arma heredada de su abuelo, cerró la puerta y silenciosamente fue a buscar a César.

Una estampida retumbó mientras los vecinos seguían hablando del “crimen pasional” del pobre muchacho que se había vuelto loco por los celos y de la mujer que a veces parecía rara.

El barrio enmudeció, don Antonio elevó sus ojos al cielo con el arma en la mano. A lo lejos se sentía el ulular de las sirenas acercándose hacia el lugar.

César yacía con la mirada ausente, un hilo de sangre manaba de su pecho, los vecinos sorprendidos comenzaron un nuevo murmullo que jugó nuevamente su papel de criminal.

 – ¿Qué le pasó a don Antonio? Para mí que se volvió loco…

Del libro “Destapando el silencio”. Editorial Amaru, edición 2010 (agotada)

Colaboración de Nechi Dorado 24-10-16













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