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20/01/2018 09:01:32 - Regionales

Un viaje de la Galera de Dávila: desde General Lavalle a Dolores, y las vicisitudes de un Inspector de Correos (579)

Extraído de un relato de don Roberto Dávila en entrevistas que le hicieran en Radio Dolores en enero de 1978. Junto con su hermano Manuel prestaban ese servicio de transporte de pasajeros entre Dolores y Gral. Lavalle, y había participado precisamente del viaje que relataba.
 

En unas entrevistas que realizara Luis María Zuleta en un programa de Radio Dolores en enero de 1978, don Roberto Dávila contaba un viaje de la recordada “Galera de Dávila” entre Dolores y Gral. Lavalle, servicio que precisamente había cumplido junto con su hermano y socio Manuel (Manolo) al continuar con la explotación de la Empresa de su padre, don Serafín Dávila.

 

 

 

Este relato resulta por demás interesante, no sólo por la descripción de las alternativas que se debían afrontar en esos viajes por caminos casi inexistente, intransitables y riesgosos, sino también por las vicisitudes que durante el mismo pasó un Inspector de Correos que viajaba hacia Lavalle.

Don Roberto comenzaba diciendo, que en Dolores y luego de hacerse cargo del equipaje del Inspector de Correos, “pusimos su valija con las demás sobre el techo y continuamos hacia nuestro corralón, lugar donde el postillón o cuarteado, don Pedro Lucero, alias “Anima Negra” (“Lucero trabajaba con mi padre, nos vio nacer a todos los hermanos” diría Dávila en otra parte de su relato) prendió los caballos que le faltaban al carruaje”, aclarando, “los caballos que se prendían eran un total de ocho, seis en tronco y dos en la cuarta doble”.

Sobre el viaje contaba, “a la hora de haber arrancado llegamos al almacén de Macías, pasando el puente del Canal “A”, donde se les dio resuello a los animales y se aprovechó para que los pasajeros bajaran a estirar las piernas, y de paso, ya que el boliche se encontraba abierto, a tomar alguna copita”. Y agregaba Dávila, el “Inspector no quiso bajar porque temía embarrarse, no obstante que mi hermano Manuel le había ofrecido un par de botas de goma, que él dijo no se iría a poner”.

Relató también, “después de quince o veinte minutos continuamos viaje… cuando llegamos a la curva de La Limpia”, lugar donde estaba colocado un mojón del Automóvil Club para indicar la curva y bifurcación de caminos, el Inspector preguntó para qué era ese artefacto, diciéndole un pasajero que hasta entonces “habían estado transitado por el (primitivo) camino a Mar del Plata”. “De allí continuamos derecho y entramos a una zona fangosa donde había que azuzar los caballos, castigarlos y gritar” agregó, quien además aclaraba a su entrevistador, “aunque el tiempo estuviera bueno había zonas pantanosas, anegadas…”, puntualizando que por aquellos años “comenzaba a lloviznar en abril y para cuando se llegaba a principios de mayo los caminos estaban ya intransitables”.

Sobre el lugar por donde estaban transitando en esa altura del viaje, resaltaba que “aquella era una calle abierta, bastante ancha, de huella y muy fangosa. El barro le daba los caballos más arriba del encuentro, vale decir, de la muñeca”, precisando que después de mucho andar habían llegado al Boliche de Vega, “lugar donde el primero en bajar fue el señor Inspector de Correos”, quien se había dirigido al negocio a preguntar dónde estaba el baño. Luego de describir Dávila lo precario del mismo, dijo que el Inspector antes de entrar miraba con desconfianza, quizás queriéndose asegurar “que no se iba a caer mientras él estuviera en su interior”.

Sobre los otros pasajeros contó, que uno había pedido caña, otro una ginebra, que hubo quien pidió un jarro de café, “el que se sorbía por la bombilla y se pasaba al que continuaba al lado de uno por si quería dar unos sorbos”. Y que llegado el Inspector del baño ”mi hermano Manuel lo convidó a que bebiera un trago de café. El hombre miró extraviado, vio que los demás pasajeros también se habían prendido a la bombilla, por lo cual comprobó que era costumbre que el café se bebiera esa forma”.

“Después de quince o veinte minutos de resuello, que así llamábamos cada vez que paramos en algún boliche y donde aflojábamos la cincha a los caballos para que pudieran respirar en forma”, les informaron que el puente sobre el Canal “A, “que antiguamente se llamaba ‘el de la vaca’, y que hoy en cambio se llama el “de la Vasca”, estaba roto, lo que nos obligó a que cambiáramos de recorrido, no había otro remedio, fue así que tomamos campo abierto por la Laguna de las Cruces, que era muy renombrada por la gran profundidad que adquiría en invierno”.

 

 

Y Dávila continuaba con su relato diciendo, “reiniciamos el viaje a campo traviesa, a medio galope, con el agua tendida, pero la misma iba adquiriendo cada vez mayor profundidad y que ponía al carruaje cada vez más pesado”. Que en un momento dado su hermano Manuel, que “azuzaba los caballos látigo en mano…” había dicho “levanten los pies que se van a mojar”, que entonces los pasajeros se pararon sobre el asiento “pero al señor Inspector lo tomó de sorpresa, y no sólo se mojó los pies sino también los pantalones”.

A esta altura de su relato Roberto Dávila precisaba, “llegamos al cauce de la Laguna (las Cruces), y se había puesto muy, pero muy pesado, menos mal que en esa oportunidad viajaba Pedro Lucero (“Anima Negra”), quien conocía la zona y castigando fuerte nos alcanzó a sacar del pantano”. Contó que después de haber dado resuello a los animales habían llegado al terraplén del Canal 1, al que cruzaron porque en ese tramo estaba intransitable. “Marchamos entre el duraznillar, siempre costeando el Canal, hasta que llegamos a un lugar donde no se podía seguir más y no hubo otro remedio que subir al terraplén. La huella estaba rodeada en ambos lados por espinillos, talas, coronillas y cardos, los caballos esquivaban a unos y otros, las ruedas iban por los pozos de las huellas, más alguna vizcachera, hasta que el carruaje volcó”, contó.

“La sorpresa de los pasajeros fue total, todos gritaban… mientras los caballos seguían arrastrando al carruaje volcado, hasta que se detuvieron. Menos mal que no volcó del lado en que iba yo, alcancé a tirarme de la Galera –decía don Roberto-, Manolo saltó arriba de uno de los caballos y por suerte no pasó de eso. Ayudamos a salir a los pasajeros, a descargar la Galera y después de algún trabajo logramos pararla”. Y siguiendo con su relato decía: “la pusimos como se dice en línea de vuelo y continuamos el viaje, pero he aquí, el quid de la cuestión, el señor Inspector se negó a subir a la Galera, tenía miedo y para llegar al puente de Villa Roch faltaban unas cuatro y pico de leguas, veintitantos kilómetros, por lo cual le prestamos las botas que antes se había negado a calzar. Y fue así, con ese señor de a pie detrás del carruaje, con el barro, en algunas oportunidades a media caña de la bota, llegamos a la posta de Márquez”, donde cambiaron la totalidad de los caballos mientras los pasajeros se calentaban alrededor del fogón, algunos “prendidos al amargo” (el mate).

“De allí en más volvimos a insistir por el terraplén, no tenía tanta tala, ni había tantas vizcacheras, era más seguro, pero este señor Inspector igual se negó a subir, siguió a pie detrás de la Galera”, hasta que pasado el Puente del Asilo (puente del Obispo, sobre el Canal 2), cambiamos nuevamente de caballos”. Dijo que allí se le explicó al Inspector que todavía “faltaban 8 o 9 Km. para llegar a General Conesa, que eran de terraplén, el que si bien era angosto, sinuoso y pantanoso, no era peligroso como para que se volviera a volcar la Galera”, y que convencido esta vez había subido al carruaje. Que al llegar a Conesa en horas de la tarde-noche habían parado frente a la fonda de doña Carolina Pelliza, donde habían bajado los pasajeros que allí se iban a alojar.

Sobre el especial viajero decía Roberto Dávila, que éste había preguntado a qué hora continuaban el viaje a Lavalle, y que enterado que saldrían a las 5,30 de la madrugada para llegar casi de noche, decidió quedarse en Conesa y mandarle una nota al señor Raúl Frontini, Jefe de Correos de General Lavalle, en la que le indicaba que citara a todos los señores que a continuación nombraba, quienes eran los que decían ser perjudicados por el servicio de correspondencia que brindaba la Galera de los Dávila, precisando que llegaría para hablar con ellos en el próximo viaje de la misma.

Dávila decía que habían proseguido el viaje, que habían almorzado en lo de don Manuel Fernández, “donde comimos un guiso con costillitas de cerdo, papas y batatas”, y que en las primeras horas de la tarde habían proseguido camino, aunque este “no mejoraba nada, la calle de la Estrella estaba pésima entre Conesa y General Lavalle, había pantanos donde el eje tocaba el suelo. Después lo hicimos campo abierto por un lugar que se llamaba La Blanqueada, donde se podía viajar a medio trote en la agüita tendida”, indicando que habían llegado finalmente a Lavalle alrededor de las 21 horas.

“Al día siguiente, a las cinco de la mañana ya estábamos cargando la correspondencia para regresar a Dolores” decía, “llegamos a Conesa aproximadamente a las 20 horas, donde el Inspector esperaba la llegada de la Galera en el almacén de don José María Souto”.   Resaltaba Dávila, “en esos días que estuvo en Conesa se enteró desde cuando la Galera pertenecía a los Dávila, las vicisitudes que pasaban para prestar el servicio, el problema con los caballos, que en muchas oportunidades llevados por los amigos de lo ajeno, el estado de los caminos, etc. Que cada dos o tres años se llamaba a licitación para el trasporte de la correspondencia, y que por lo general nadie se presentaba a la misma…, por entonces nosotros la transportábamos por unos 180 por mes. Si, en 1933 era mucha plata, un mensual en el campo ganaba catorce”.

“Seguimos a Dolores y luego nuevamente a Conesa”, donde decía Dávila “había subido el Inspector para llegar a Lavalle”. “Le habíamos dicho que se hiciera preparar una pequeña vianda, porque no había otro lugar para parar, salvo que llegáramos a ‘tumbear’ (comer carne) alguna casa vecina el camino” contaba, y que durante ese tramo del viaje él (Roberto) se había hecho “cargo de las riendas de la galera, pasando a ocupar el pescante, por lo que mi hermano (Manolo) pasó a la berlina a conversar con el Inspector. Así se enteró con lujo de detalles lo que pasaba con respecto a la denuncia”. El inspector había dicho, que la gente de la zona decía sentirse perjudicada por lo que se tardaban en trasportar la correspondencia, “a lo que mi hermano le dijo que no tendríamos inconveniente en poner otra galera, otro carruaje, para que el mismo día que se salía uno de Dolores saliera otro de General Lavalle, pero, que desde luego, alguien tendría que pagar el costo de ese viaje”.

Indicó que Inspector había tomado nota “y que ya en Lavalle se entrevistó con las autoridades de la Unión y Progreso de Lavalle, cuyo presidente era don Gervasio Gibson e integraban otros honorables vecinos, surgiendo de la reunión que aparentemente algunas de las firmas que había en la denuncia eran apócrifas, las habían falsificado”. Precisó que no se había llegado a un entendimiento “porque nadie quería pagar el costo del viaje de otro carruaje, por lo cual el Inspector, muy molesto por el viaje que había tenido que hacer, exigió que se disculparan con la familia Dávila”.

Decía Dávila, que al día siguiente habían iniciado el regreso “con el Inspector viajando con nosotros a Dolores”, que el regreso era más rápido, porque la carga que traíamos era ahora insignificante. “De ida no sólo llevábamos la correspondencia sino también muchos diarios y revistas de Buenos Aires, que hacían un equipaje muy pesado, por lo que el carruaje tenía que deslizarse muy lentamente”.

“Ese señor (por el Inspector) nos dijo –contaba el entrevistado-, bueno, señores Dávila, he podido comprobar que en realidad no ha habido mala fe en esa gente, no han querido reemplazarlos a ustedes, sino que quería lograr que la correspondencia liviana la trasportaran por avión. No pretendían llegar a donde se llegó”.

También contaba Dávila en esa entrevista, que el servicio de transporte de pasajeros que realizaba la Empresa, en el verano lo cumplían con un ómnibus Ford “T” modelo 1925, que había sido construido en Dolores por el señor Augusto Baduel y su socio, quienes también habían fabricado para Serafín Dávila el primer ómnibus que circuló en Dolores. Pero esa es otra historia, sobre la cual volveremos.

P.G.S.













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